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Concepción del Uruguay

Entre Ríos, Argentina

Discurso póstumo de Alejo Peyret

Pronunciado el 27 de febrero de 1878, sobre la tumba de su amigo Dr. Juan María Gutiérrez, Ministro de Relaciones Exteriores de Justo José de Urquiza en 1854.

JUAN MARIA GUTIERREZ
Ingeniero 1° del Departamento Topográfico de Buenos Aires, Miembro del Instituto Histórico de Montevideo, ex-Director de la Escuela Naval do Valparaíso, Miembro do la Real Sociedad de Anticuarios del Norte, de la de Geografía de Berilo, del Instituto Histórico y Geográfico del Río de la Plata, del de las Artes Unidas (en Londres,) Miembro fundador del Colegio de Abogados en Buenos Aires y de la Comisión redactora de sus reglamentos, Miembro protector de la Sociedad Tipográfica Bonaerense, de la Asociación de Amigos de la Historia Natural del Plata; ex-Diputado, ex-Ministro de la Administración López en 1852, ex-Diputado al Congreso Constituyente reunido en Santa-Fe, en 1853; ex-Ministro de Relaciones Exteriores de la Confederación; ex-Plenipotenciario entre el Brasil y la Cerdeña; ex-Inspector del Banco-Mauá en Rosario; Rector jubilado de la Universidad de Buenos Aires; ex-Presidente de la Comisión Nacional Argentina para la Exposición Universal de Paris (1807), ex-Jefe del Departamento General de Escuelas; Miembro corresponsal de la Universidad de Chile, publicista, crítico, poeta laureado, periodista, historiador.
Miembro de la Logia San Juan de la Fe de Paraná.


Discurso

Señores: He venido aquí de un modo inesperado, a cumplir con un triste deber.
No hace un mes que este amigo me llamó para arreglar la publicación de unas cartas que me había tomado la libertad de dirigirle por la prensa, considerándolo uno de los representantes mas ilustres de las letras argentinas, y lo que vale mas, talvez y sin talvez, uno de sus caracteres mas puros, uno de sus corazones mas generosos.
Los talentos abundan, los caracteres escasean.
Quería hablar conmigo, tener una conversación oral y no escrita, como llamábamos nuestra correspondencia. ¿Quién hubiera dicho entonces que debía ser la conversación suprema?
Me quedé más de lo que pensaba para presenciar las fiestas del gran héroe de la patria argentina: a esta circunstancia feliz para vosotros, ciudadanos libres de la tierra emancipada por su espada gloriosa, debo el triste consuelo de haber podido contemplar ese nuevo rostro empalidecido por la muerte, cerrados esos ojos donde chispeaba la sonrisa de la inteligencia, cerradas también esas manos que tantas veces habían apretado las mías, que me habían escrito tantas cartas, y que ya no podrán escribirme.
Debo agradecer esta casualidad, si puede caber el agradecimiento con circunstancia tan lúgubre.
Sin duda el hombre había recorrido una larga carrera; había combatido un gran combate, ¿había conquistado el derecho al supremo descanso? Pero; quién podía sospechar un desenlace tan repentino?
Ayer risueño, ayer entusiasta, exaltado por la alegría del solemne aniversario, y hoy cadáver exánime, que vamos a devolver a la tierra, nuestra madre común.
No hace quince días le escribía mi despedida por la prensa: ¿Cuanto distaba entonces de pensar que la despedida era definitiva y que para reanudar la correspondencia, era preciso pasar a los mundos de ultra tumba, a las esferas en que se continúa, no hay que dudarlo, el desarrollo indefinido de nuestras existencias, verificando etapas por etapas la ascensión hacia el ideal por la escala inmensa del perfeccionamiento intelectual y moral!
La primera fue gloriosa para Juan María Gutiérrez.
Vosotros lo habéis dicho ó lo diréis, ¡señores, que tuvisteis la misma cuna americana!
Vosotros pintareis al literato eminente, al poeta entusiasta por la patria y la libertad, el crítico tan delicado y tan fino, el escritor tan correcto y tan elegante, el amante predilecto de las Musas; pintareis en seguida al ciudadano que no se doblega ante la tiranía, que protesta por la emigración y el destierro, que acude presuroso después de la larga peregrinación, a prestar su cooperación decidida a la obra de la regeneración común; que no se aferra al poder para lucrar, que desprecia la riqueza, anteponiendo a todo las satisfacciones de la conciencia, que vuelve a arrastrar la cadena del agrimensor después de haber desempeñado un ministerio, conciencia severa, que retrocede hasta ante el ejercicio de la profesión de abogado, porque lo cree a veces peligroso para su rectitud estoica, y dedica el último tercio de su vida a la educación de la juventud, a la redención de las inteligencias, como él decía; profesión que es sin duda la mas ingrata de todas, si se la concibiera bajo el aspecto utilitario, pero la mas noble, si se para la vista en su alcance incalculable, porque el educacionista, el maestro de escuela es el verdadero pontífice de la humanidad.
Yo que nací al otro lado del Océano, fijo mis recuerdos en el amigo de mi patria desventurada, por cuyos grandes hombres él abrigaba simpatías tan profundas.
Pues, a pesar de los errores y las desgracias de aquella, nunca pudo olvidar que la Francia era la madre de tantos varones ilustres, de tantos escritores brillantes, de pensadores tan sagaces y la amaba como la heredera principal de la civilización antigua, como una iniciadora de la civilización moderna, hermana primogénita de las naciones latinas, heralda de la unión de las razas, propagadora de los derechos del hombre, mensajera de la fraternidad universal.
No se le caían de las manos nuestros autores famosos.
¡Qué admiración apasionada por Rabelais, ese Homero jocoso de la Francia antigua, que ocultaba pensamientos tan serios bajo la capa espesa de sus chocarrerías, por Moliere, el incomparable poeta cómico, que sería inmortal, aunque no hubiese creado mas que el tartufo, ese tipo tan exacto, tan conmovedor, tan persistente, al través de sus metamorfosis innumerables, por Lafontaine, el fabulista inimitable, que tuvo que valerse de los animales para emitir ideas revolucionarias bajo el despotismo del rey Sol, Luis XIV, por Voltaire, el coloso del siglo XVIII, el titán de la inteligencia, el luchador incansable que dedicó sesenta años a combatir las preocupaciones y a predicar el reinado de la humanidad, por Beranger, ese Voltaire plebeyo, que, manejando con igual destreza la gaita y la lira, dio a la poesía una acción popular irresistible, por Michelet, el historiador prestigioso que resucita a los muertos, y con su vara mágica evoca los tiempos pasados, por Víctor Hugo, esa personificación brillante del siglo XIX, verdadera encarnación de la poesía lírica, de cuyo pecho inagotable salen inspiraciones deslumbrantes, a tal punto que parece haber encontrado la fuente de la eterna juventud; cual conviene al vate del pueblo, el cantor la justicia y de la libertad.
Pero, si amaba tanto a la Francia, si se interesaba tanto en sus revoluciones, era porque esperaba mucho de ella, para el porvenir de los pueblos latinos de Europa y de América, que la tomaron por modelo, empapándose en sus doctrinas, ofreciendo sus lecciones buenas ó malas.
Suponía, y con razón, al menos lo creo, que la experimentación política que allí se hacía, sería decisiva para los destinos de la humanidad. Por eso contempla con ansiedad las peripecias de ese drama lejano, donde los actores se llaman Thiers, Mac-Mahon, Gambetta, Broglie, Dupanloup, Grévy, el pasado y el porvenir, el pueblo, el vaticano, la libertad, el ultramontanismo.
Con un grito de júbilo saludó el triunfo electoral de los republicanos franceses: regocijábase con la perspectiva del centenario de 1789, aunque sabía muy bien que no alcanzaría a verlo, porque confiaba que ese cumpleaños sería el triunfó definitivo de la revolución humanitaria.
No ha vivido bastante. Sí, señores, ha vivido bastan te para ver que estamos en el camino de la victoria; pues ha visto caer los grandes edificios góticos que pretendían proyectar su sombra sobre la conciencia humana: pues ha visto el aliento poderoso del pueblo barrer las telarañas con que los obreros del pasado querían envolver las alas al librepensamiento.
Ha vivido bastante, pues ha presenciado el solemne aniversario de la patria y de la humanidad personificado en su campeón mas ilustre.
Ha vivido bastante, pues esa gran manifestación popular donde iban confundidas las banderas de todas las nacionalidades, donde llovían las flores y las aclamaciones sobre el carro triunfal de la libertad y del libertador, lo llenó de alegría, de tal alegría que su organismo delicado no pudo resistirla...
¡Qué feliz muerte, señores! Morir arrebatado por el entusiasmo, en la embriaguez del patriotismo, en el sentimiento mas intenso de la humanidad, como fulminado por la electricidad social que se desprende de las grandes agrupaciones populares!
Eso no es morir: eso es trasfigurarse, es remontarse a las regiones serenas de donde cayó su alma de patriota y de poeta...
Permitidme, señores, os participe una ilusión que ha cruzado mi mente.
El alma del vencedor de Chacabuco, evocada por esta población generosa, acudió al llamado de esos doscientos mil pechos; acercóse al inspirado cantor de Mayo, y le dijo:
"Sígueme, y ¿cuando podías elegir mejor momento para dejar tu patria que yo defendí con la espada, que la que tú cantaste con la lira?"
Y para concluir con una cita de ese Béranger, que leíamos juntos tan a menudo:
Et vers le ciel se frayent un chemin (Y hacia el cielo hacen su camino)
Iis sont partis en se donnant la main. (Se fueron dándose la mano).

¿Quién me diera a mí morir así, en las solemnidades de mi patria regenerada, en el aniversario de Hoche ó de Marceau?


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Ilustre Hermano
Juan María Gutiérrez