JUAN MARIA GUTIERREZ
Ingeniero 1° del
Departamento Topográfico de Buenos Aires, Miembro del Instituto
Histórico de Montevideo, ex-Director de la Escuela Naval do Valparaíso,
Miembro do la Real Sociedad de Anticuarios del Norte, de la de Geografía
de Berilo, del Instituto Histórico y Geográfico del Río
de la Plata, del de las Artes Unidas (en Londres,) Miembro fundador del
Colegio de Abogados en Buenos Aires y de la Comisión redactora de
sus reglamentos, Miembro protector de la Sociedad Tipográfica
Bonaerense, de la Asociación de Amigos de la Historia Natural del
Plata; ex-Diputado, ex-Ministro de la Administración López
en 1852, ex-Diputado al Congreso Constituyente reunido en Santa-Fe, en
1853; ex-Ministro de Relaciones Exteriores de la Confederación;
ex-Plenipotenciario entre el Brasil y la Cerdeña; ex-Inspector del
Banco-Mauá en Rosario; Rector jubilado de la Universidad de Buenos
Aires; ex-Presidente de la Comisión Nacional Argentina para la
Exposición Universal de Paris (1807), ex-Jefe del Departamento
General de Escuelas; Miembro corresponsal de la Universidad de Chile,
publicista, crítico, poeta laureado, periodista, historiador.
Miembro
de la Logia San Juan de la Fe de Paraná.
Discurso
Señores:
He venido aquí de un modo inesperado, a cumplir con un triste
deber.
No hace un mes que este amigo me llamó para arreglar la
publicación de unas cartas que me había tomado la libertad
de dirigirle por la prensa, considerándolo uno de los
representantes mas ilustres de las letras argentinas, y lo que vale mas,
talvez y sin talvez, uno de sus caracteres mas puros, uno de sus corazones
mas generosos.
Los talentos abundan, los caracteres escasean.
Quería
hablar conmigo, tener una conversación oral y no escrita, como llamábamos
nuestra correspondencia. ¿Quién hubiera dicho entonces que debía
ser la conversación suprema?
Me quedé más de lo
que pensaba para presenciar las fiestas del gran héroe de la patria
argentina: a esta circunstancia feliz para vosotros, ciudadanos libres de
la tierra emancipada por su espada gloriosa, debo el triste consuelo de
haber podido contemplar ese nuevo rostro empalidecido por la muerte,
cerrados esos ojos donde chispeaba la sonrisa de la inteligencia, cerradas
también esas manos que tantas veces habían apretado las mías,
que me habían escrito tantas cartas, y que ya no podrán
escribirme.
Debo agradecer esta casualidad, si puede caber el
agradecimiento con circunstancia tan lúgubre.
Sin duda el
hombre había recorrido una larga carrera; había combatido un
gran combate, ¿había conquistado el derecho al supremo
descanso? Pero; quién podía sospechar un desenlace tan
repentino?
Ayer risueño, ayer entusiasta, exaltado por la
alegría del solemne aniversario, y hoy cadáver exánime,
que vamos a devolver a la tierra, nuestra madre común.
No hace
quince días le escribía mi despedida por la prensa: ¿Cuanto
distaba entonces de pensar que la despedida era definitiva y que para
reanudar la correspondencia, era preciso pasar a los mundos de ultra
tumba, a las esferas en que se continúa, no hay que dudarlo, el
desarrollo indefinido de nuestras existencias, verificando etapas por
etapas la ascensión hacia el ideal por la escala inmensa del
perfeccionamiento intelectual y moral!
La primera fue gloriosa para
Juan María Gutiérrez.
Vosotros lo habéis dicho ó
lo diréis, ¡señores, que tuvisteis la misma cuna
americana!
Vosotros pintareis al literato eminente, al poeta
entusiasta por la patria y la libertad, el crítico tan delicado y
tan fino, el escritor tan correcto y tan elegante, el amante predilecto de
las Musas; pintareis en seguida al ciudadano que no se doblega ante la
tiranía, que protesta por la emigración y el destierro, que
acude presuroso después de la larga peregrinación, a prestar
su cooperación decidida a la obra de la regeneración común;
que no se aferra al poder para lucrar, que desprecia la riqueza,
anteponiendo a todo las satisfacciones de la conciencia, que vuelve a
arrastrar la cadena del agrimensor después de haber desempeñado
un ministerio, conciencia severa, que retrocede hasta ante el ejercicio de
la profesión de abogado, porque lo cree a veces peligroso para su
rectitud estoica, y dedica el último tercio de su vida a la educación
de la juventud, a la redención de las inteligencias, como él
decía; profesión que es sin duda la mas ingrata de todas, si
se la concibiera bajo el aspecto utilitario, pero la mas noble, si se para
la vista en su alcance incalculable, porque el educacionista, el maestro
de escuela es el verdadero pontífice de la humanidad.
Yo que
nací al otro lado del Océano, fijo mis recuerdos en el amigo
de mi patria desventurada, por cuyos grandes hombres él abrigaba
simpatías tan profundas.
Pues, a pesar de los errores y las
desgracias de aquella, nunca pudo olvidar que la Francia era la madre de
tantos varones ilustres, de tantos escritores brillantes, de pensadores
tan sagaces y la amaba como la heredera principal de la civilización
antigua, como una iniciadora de la civilización moderna, hermana
primogénita de las naciones latinas, heralda de la unión de
las razas, propagadora de los derechos del hombre, mensajera de la
fraternidad universal.
No se le caían de las manos nuestros
autores famosos.
¡Qué admiración apasionada por
Rabelais, ese Homero jocoso de la Francia antigua, que ocultaba
pensamientos tan serios bajo la capa espesa de sus chocarrerías,
por Moliere, el incomparable poeta cómico, que sería
inmortal, aunque no hubiese creado mas que el tartufo, ese tipo tan
exacto, tan conmovedor, tan persistente, al través de sus
metamorfosis innumerables, por Lafontaine, el fabulista inimitable, que
tuvo que valerse de los animales para emitir ideas revolucionarias bajo el
despotismo del rey Sol, Luis XIV, por Voltaire, el coloso del siglo XVIII,
el titán de la inteligencia, el luchador incansable que dedicó
sesenta años a combatir las preocupaciones y a predicar el reinado
de la humanidad, por Beranger, ese Voltaire plebeyo, que, manejando con
igual destreza la gaita y la lira, dio a la poesía una acción
popular irresistible, por Michelet, el historiador prestigioso que
resucita a los muertos, y con su vara mágica evoca los tiempos
pasados, por Víctor Hugo, esa personificación brillante del
siglo XIX, verdadera encarnación de la poesía lírica,
de cuyo pecho inagotable salen inspiraciones deslumbrantes, a tal punto
que parece haber encontrado la fuente de la eterna juventud; cual conviene
al vate del pueblo, el cantor la justicia y de la libertad.
Pero, si
amaba tanto a la Francia, si se interesaba tanto en sus revoluciones, era
porque esperaba mucho de ella, para el porvenir de los pueblos latinos de
Europa y de América, que la tomaron por modelo, empapándose
en sus doctrinas, ofreciendo sus lecciones buenas ó malas.
Suponía,
y con razón, al menos lo creo, que la experimentación política
que allí se hacía, sería decisiva para los destinos
de la humanidad. Por eso contempla con ansiedad las peripecias de ese
drama lejano, donde los actores se llaman Thiers, Mac-Mahon, Gambetta,
Broglie, Dupanloup, Grévy, el pasado y el porvenir, el pueblo, el
vaticano, la libertad, el ultramontanismo.
Con un grito de júbilo
saludó el triunfo electoral de los republicanos franceses: regocijábase
con la perspectiva del centenario de 1789, aunque sabía muy bien
que no alcanzaría a verlo, porque confiaba que ese cumpleaños
sería el triunfó definitivo de la revolución
humanitaria.
No ha vivido bastante. Sí, señores, ha
vivido bastan te para ver que estamos en el camino de la victoria; pues ha
visto caer los grandes edificios góticos que pretendían
proyectar su sombra sobre la conciencia humana: pues ha visto el aliento
poderoso del pueblo barrer las telarañas con que los obreros del
pasado querían envolver las alas al librepensamiento.
Ha
vivido bastante, pues ha presenciado el solemne aniversario de la patria y
de la humanidad personificado en su campeón mas ilustre.
Ha
vivido bastante, pues esa gran manifestación popular donde iban
confundidas las banderas de todas las nacionalidades, donde llovían
las flores y las aclamaciones sobre el carro triunfal de la libertad y del
libertador, lo llenó de alegría, de tal alegría que
su organismo delicado no pudo resistirla...
¡Qué feliz
muerte, señores! Morir arrebatado por el entusiasmo, en la
embriaguez del patriotismo, en el sentimiento mas intenso de la humanidad,
como fulminado por la electricidad social que se desprende de las grandes
agrupaciones populares!
Eso no es morir: eso es trasfigurarse, es
remontarse a las regiones serenas de donde cayó su alma de patriota
y de poeta...
Permitidme, señores, os participe una ilusión
que ha cruzado mi mente.
El alma del vencedor de Chacabuco, evocada
por esta población generosa, acudió al llamado de esos
doscientos mil pechos; acercóse al inspirado cantor de Mayo, y le
dijo:
"Sígueme, y ¿cuando podías elegir mejor
momento para dejar tu patria que yo defendí con la espada, que la
que tú cantaste con la lira?"
Y para concluir con una
cita de ese Béranger, que leíamos juntos tan a menudo:
Et
vers le ciel se frayent un chemin (Y hacia el cielo hacen su camino)
Iis sont partis en se donnant la main. (Se fueron dándose
la mano).
¿Quién me diera a mí morir así,
en las solemnidades de mi patria regenerada, en el aniversario de Hoche ó
de Marceau?
Ilustre Hermano
Juan María Gutiérrez