El 3 de febrero se cumple un evento desde que un hombre inició el camino para concretar el anhelo del Congreso reunido en Tucumán en 1816, de dar comienzo a una nueva nación sobre la faz de la tierra.
Hace muchos años escucho decir que la batalla de Caseros significó para la República Argentina el final de una dictadura, de una tiranía que cubrió esta tierra de sangre y terror, constituyendo sobre esa base, el poder por el poder mismo de un hombre que, habiendo contado con todas las circunstancias a su favor y con todos los elementos para encaminar la vida de los argentinos, solamente hizo uso de tales ventajas para consolidar un gobierno despótico que se dedicó, aún en los casos de los grandes hombres que lo integraron, a exaltar su figura hasta ponerla a la altura de un dios pagano que, supuestamente, iluminaba estos lugares.
Esta acción de Justo José de Urquiza, que sin duda alguna configura una cuestión digna del recuerdo y el homenaje diario de los argentinos, una empresa militar en la que habían naufragado a esa fecha algunas de las más valiosas espadas argentinas y hasta el genio estratega del Manco Paz, no fue solamente un final. Sería injusto con nuestro Capitán General limitar aquel 3 de febrero al recuerdo del fin de la tiranía bajo el yugo de la cual padecían estas tierras declaradas independientes 35 años antes, en un estancamiento colonial que daba por resultado una triste decadencia, incapaz de producir la organización institucional necesaria para la vida de una nación soberana.
Al campo de batalla de Caseros llegó Justo José de Urquiza con la fuerza civilizadora que la patria imploraba para nacer al mundo. Al campo de Caseros llegó el General con toda su experiencia de gobierno progresista que había transformado su Entre Ríos en una provincia que, además de poner su ejército y con él la sangre de sus hijos para que la Argentina fuera tal, había dejado de ser un lugar inhóspito, plagado de vicios y vagancia, para ser un Estado productivo, capaz en aquellos años de ofrecer a sus habitantes la instrucción en sus escuelas y la educación en el trabajo.
Cuando llegó a Caseros, hacía casi dos años que en su Concepción del Uruguay natal, Urquiza había fundado esa casa que todavía hoy nos representa y colma de orgullo a los Entrerrianos y en particular a los Uruguayenses: el Colegio del Uruguay. Esa casa de estudios que nació de la visión del estadista para formar las generaciones de hombres que tendrían a su cargo por años los destinos de la Nación organizada a partir de la batalla que hoy recordamos y que cumplirían cabalmente con ese destino, como producto que eran del colegio que Urquiza instituyera como su único heredero.
A Caseros llegó un hombre que venía de crear escuelas, de generar trabajo, de abrir las puertas de su Provincia a todos quienes trabajaran por la ciencia, por el conocimiento.
Llegó un hombre convencido desde su juventud del sistema de gobierno que hacía falta para desarrollar el país, cuando ocupaba la Presidencia del Congreso de Entre Ríos y lo manifestara públicamente ante la consulta realizada por el Congreso Nacional reunido en Buenos Aires: "... que el sistema de gobierno que más convenía y producía más y seguras ventajas, era el sistema representativo, republicano y federal, y por la opinión de la Sala de Entre Ríos, como de sus habitantes, era que por esta forma se constituyese el Estado de las Provincias Unidas del Río de la Plata."
A Caseros llegó un hombre fraguado en cien batallas, que venía trabajando en el ámbito público, pero también en su vida familiar y empresarial para cambiar un estado de cosas que inmovilizaba a su Patria y a la hermana República Oriental del Uruguay, un hombre maduro y convencido del camino que había que seguir.
Urquiza no vino a Caseros a ganar una batalla más, llegó portando la antorcha de la libertad que obsequiara a los hermanos uruguayos, a quienes ofrendó su victoria para que todos sin distinción de banderías, "...sin vencedores ni vencidos...", hicieran del Uruguay un nuevo país; vino a poner en marcha sobre su tierra el sueño de muchos argentinos de un país organizado institucionalmente, vino desde el sentimiento fraternal de una argentina a iniciar con otros argentinos un país que sirviera a todos desde la libertad y la igualdad que plasmaría en la Constitución un años después.
Estos son algunos de los antecedentes que Justo José de Urquiza traía cuando llegó a Caseros para terminar con la tiranía y dar luz a una nueva y gloriosa nación, que otorgaban la solidez conceptual al proyecto portado para que a los soldados del Ejército Grande, en su arenga les indicara que detrás del horizonte que formaban las tropas de Rosas, estaba la Constitución, la Organización Nacional.
Por esa misma razón es que ese hombre podía decir a sus soldados: "...y si la victoria es ingrata con alguno de vosotros, buscad a su general en el campo de batalla ...", porque ese hombre había sido capaz de cargar sobre su espalda la vida de todos los entrerrianos, de los correntinos, de los uruguayos y brasileños y conducirlos hasta ese lugar a buscar la libertad negada por la mezquindad de otro hombre que no pudo en el combate, sostener con su espada, lo que la prensa por él sometida y a su servicio, amenazaba oculta tras papeles que el tiempo tornaría amarillentos.
Pero si decimos que el 3 de febrero de 1852 Urquiza comenzó a concretar el nacimiento de una nueva nación, bien vale repasar qué ocurrió a partir de allí con la Organización Nacional.
Ese mismo 3 de febrero llegaron con Urquiza, hombres que la tiranía había mandado al exilio, hombres que la Argentina de entonces necesitaba y que Rosas le negaba.
A partir de allí siguieron llegando otros para realizar su aporte a la Nación que se organizaba, no sin disputas, no sin el enorme trabajo de poner en funcionamiento, con la pasión de cada uno, con la fuerza contenida durante tantos años, la institucionalidad antes negada.
A Urquiza le tocó gobernar en aquel marco de intrigas y sospechas en el que la díscola Buenos Aires le asignaba el papel de un nuevo Rosas.
Cada acción de Urquiza fue demostrando su grandeza, a pesar de lo cual el Congreso Constituyente de Santa Fe no tuvo a Buenos Aires en la gloria de aquel inicio institucional.
Sin embargo supo esperar Urquiza a esa estrella que le faltaba a la bandera de Belgrano, mientras trabajaba el camino diseñado por el genio de Alberdi desde la Chile del exilio, las Bases para parir la Argentina del progreso.
Aquella obra jurídica junto a la gran obra libertadora del ínclito entrerriano sentó los principios del país naciente, la gran obra estaba realizada, el sello de la nacionalidad estaba puesto.
Pero la obra no terminaba allí. El Organizador de la Nación, el general victorioso, el caudillo, el bravo guerrero entrerriano, el gran estadista argentino, cumplirá el primer mandato constitucional en el marco jurídico-institucional que gracias a él se había podido establecer. Justo José de Urquiza sería a partir de allí el mejor ejemplo de la subordinación a la Ley, el que abriera la Argentina a todos los hombres del mundo que quisieran habitarla, el que lograría -otra vez junto a Alberdi- el reconocimiento de la independencia que España negara hasta entonces, así como el de el concierto de las naciones todas.
Sería Urquiza quien conseguiría la paz cuando la hermana Paraguay corría el riesgo de una guerra con los Estados Unidos de América.
Sería también Urquiza quien, a cuenta de toda su gloria y siendo la victoria segura para sus entrerrianos, dejaría el campo de Pavón para que la organización nacional fuera completa; el mismo hombre que, subordinado al orden jurídico vigente y al gobierno constituido entonces, como el más grande soldado de su patria asumió, no sin dolor, la misión de ir contra el Paraguay tan caro a sus sentimientos; el que por las mismas razones antedichas, no intervino cuando Paysandú agonizaba, haciéndose cargo en silencio de la tristeza de estos hechos y del cuestionamiento de quienes no entendieron -y de quienes aún no entienden- que estas renuncias fueron la más clara demostración de su grandeza.
Después de Urquiza no hubo más de estos gestos. Después de Urquiza, nadie puso la vida a disposición de sus adversarios y aún de sus traidores, para pagar con su sangre el precio de vivir por y para una Nación organizada.
Pero esto no fue todo. El repaso de la administración del país y de la Provincia de Entre Ríos muestra a un hombre ordenado, meticuloso en el manejo de los asuntos públicos y privados; un hombre que, como decía al principio, trabajó incansablemente para que la enseñanza pública llegara a los argentinos, para que el pueblo estuviera a la altura del país que nacía, para que la dirigencia de ese país contara con la formación profesional y espiritual que hiciera a esos nuevos hombres abanderados de la virtud y del progreso, para que surgieran de las filas de aquel Colegio del Uruguay -tal como lo anticipara Sarmiento- tres Presidentes Argentinos, uno del Paraguay, decenas de hombres cuyas actuaciones en el terreno de la educación, de la ciencia, de la función pública, de la carrera militar, en definitiva del estudio y del trabajo con que se hace fuerte una nación, la llevaran adelante. Al decir de uno de ellos, el Dr. Antonio Sagarna: "La fundación del Colegio Nacional del Uruguay es el hermoso prefacio de la gran obra emprendida y realizada bajo la inspiración y personal dirección del General Urquiza; y los prefacios -dice Comte- son el esbozo o la síntesis anticipada de la obra, El caudillo genial, profundo cateador de la veta de nuestro estado anárquico, despótico para cimentar la Nación que él organizó, para afianzar su provenir "en paz, trabajo y libertad", encendió la gran antorcha e instituyó esta gran escuela de la Democracia, realizando aquel sencillo y profundo pensamiento de un senador yankee: "Haced pasar por la escuela el sufragio si quereis república, libertad práctica y progreso.""
Y vaya si tuvo éxito Urquiza!, aquel país que burilaron sus manos y fuera pulido y dado el brillo final por el Congreso que se reuniera en el Cabildo de Santa Fe, creció para el asombro del mundo por el sendero de la libertad que el prócer trazara desde la plaza de Concepción del Uruguay el 1 de mayo de 1851 y pusiera definitivamente en marcha el 3 de febrero que hoy recordamos. Creció para sus hijos y para los hijos de otros suelos que llegaron portando la educación en el trabajo que reclamaba el ilustre tucumano autor de las Bases y Puntos de Partida para la Organización de la República. Creció aceptando las distintas ideas, los distintos credos, creció en el debate, y en las diferencias de sus hombres, no pocas veces dirimidas por las armas, creció llevándose la vida de su Organizador para hacerlo más grande aún por su entrega sin retaceos a la obra imponente que se viera concretada en sus primeros pasos en el Palomar de Caseros, cuando, como he dicho al comenzar estas palabras, comenzó a caminar libre.
Ciento cincuenta y tres años después de aquel día, la Constitución Nacional sigue estando en el horizonte de los argentinos, con cambios, adaptaciones, interpretaciones, con lamentables violaciones que seguimos pagando, la obra de Urquiza y Alberdi está allí.
La tarea de hoy es trabajar para que la ruta hacia el horizonte de la Constitución sea recorrida día a día como algo dinámico, hacia el crecimiento permanente que emprendió Urquiza en Caseros.
No deberíamos olvidar aquella recomendación a sus soldados: "...si la victoria es ingrata con alguno de vosotros, buscad a su general en el campo de batalla...". El General está en el campo de batalla todos los días, está en cada obra, en cada escuela que se funda en su provincia, está en los descendientes de aquellos inmigrantes que siguen trabajando en la Colonia San José y sus alrededores, está allí donde el espíritu empresario arriesga cada día para trabajar por la grandeza del país, está en el sable portador de la paz, custodio de la libertad y la igualdad, que después de tantos años descansa en Paraná para orgullo de los entrerrianos, está finalmente en el bronce de la patria tan merecido, donde su espada junto a la de San Martín, se cruzan hermanadas cada 3 de febrero para indicar el camino que conduce a la grandeza de la Patria.